Ingreso: sábado 06 de diciembre de 2014
La ruta de la corrupción en el Perú
Introducción
La memoria verdadera luz que guía nuestro destino
Si tenemos en cuenta de ese grado de verosimilitud e inadaptabilidad a la condición humana de la memoria, respecto de la conciencia,
tanto con más firmeza sea uno capaz de dirigirla en tal o cual sentido —a la
diestra o siniestra de nuestros actos—, tanto más inmejorable será la
probabilidad de hallar el sendero que nos conduzca a ese lugar próspero y justo
que —sea en exceso, sea en carestía—, solemos albergar en nuestro ideal individual
de futuro. Por eso el énfasis de la sociología, de las ciencias humanas en
general, de hacer uso del carácter ‘inmaquillable’ de la memoria como un ejercicio de supervivencia
ante los avatares de la evolución humana —o involución, dependiendo del
contexto en vivencia, y de la
perspectiva. Pero por eso también, de las hordas perpetradoras de esa
involución y su obcecada predilección —y arenga usualmente encubierta—, por el olvido; y su predilección también
por los estados virginales —o seudo virginales—, de las mentes púberes, no
protagónicas, o no leídas, de hechos que
marcaron su proscripción en el seno de la sociedad, para embaucarlos, y
embaucarnos de paso, con el peso de sus facultades y derechos, siendo éstos la
generación próxima a sucedernos. Por eso también, su vehemencia en allanar el
camino hacia esa suerte de despenalización del acto corrupto en el imago de las
gentes, sin advertirles —muy rufianamente—, que es esa la puerta mayor desde
donde la lacra de lacras, la corrupción y
la violencia indiscriminada —causa y
efecto—, ya se está tomando heredad
de nuestro país.
Los padres de la corrupción y el llamado a los jóvenes
Decir que la corrupción comenzó con el
fujimorismo, o que su nacimiento estuvo predestinado a mancillar una era
virginal de honor e integridad en el Perú, sería una falacia, tampoco se trata de
darle a los perspicuos seguidores del culto por lo torcido y siniestro —en algún cenit de sus anhelos de reinado
del cinismo consumados—, un motivo más de que jactarse, si tenemos en
cuenta de todas las atrocidades por ellos cometidas que saltan a la vista, con montos
otrora inimaginables; con sentencias
por asociaciones ilícitas en masa; y
como no, también con impúdicas impunidades como las que iremos refiriendo en
esta reseña que pretende ser un refugio desde donde los tan
evocados jóvenes, en particular, puedan darse un hondo respiro y una oportunidad para amalgamar el sentido de su futuro, deslindando
tercamente de este largo invierno de corrupción que nos ha tocado enfrentar, y de esa total ausencia de autocrítica de
sus precursores que eriza los pelos de solo verla amparada por una anorexia
mental generalizada en la que hoy nos debatimos como sociedad.
Con tal de que
las mentiras de sus eternos proselitismos y campañas de lavado mental susciten
un alto de duda y recelo con que confrontar alguna tendencia deliberada en los
momentos clave de esta suerte de decadencia a la que ha sido confinada nuestra
democracia, este pequeño vademécum de la otra historia del Perú, aquella que
suele traspapelarse entre los manipulados conciertos de los autodenominados y
autoungidos ‘orientadores’ del sentido que transita nuestra sociedad —ejes de poder que perseveran
por incorporar a la corrupción como parte ‘irremediable y muy conveniente’ de
su estructura—: habráse dado por bien servido.
Si bien el fujimorismo no inventó la
corrupción en el país, lo cierto es que su accionar institucionalizado en un
sistema de agresión concertado contra el Estado; su conformación mafiosa deliberada
para su asalto y búsqueda de impunidad; así como el daño moral infringido del
que hasta hoy no logramos recuperarnos —y por el contrario nos vamos deteriorando
más y más—, lo convierten en el prototipo ideal en el cual asentar también sus métodos, hordas
perpetradoras posteriores. Sea desde el propio Estado, sea desde sus
periferias, todo el proceso paulatino ocurrido incontinenti a su régimen de
diez largos años —que bien pudieron ser quince, o quien sabe cuantos—, nos demuestra cuan desvergonzadamente este ha sido reducido al nivel de un simple botín en
el pensamiento político-partidario, y eso le da un especial nivel de jerarquía,
algo así como haber adquirido la patente de ser ‘Los padres de la corrupción en el Perú’,
cuantía irrefutable que el propio texto se encargará de ponderar tanto en volumen como en magnitud de los actos cometidos
en una correlación de hechos que tampoco pretende ser exhaustiva en demasía debido
a su condición apenas recopiladora de
parte de lo publicado por los medios.
Basta
poner atención a la primera parte del primer capítulo —aquella burda intención
de manipular su origen natal y de esconder los indicios que pudieran serle
comprometedores—, para tener una idea muy prematura de que todo lo sucedido con
el señor Fujimori no fue una casualidad y la frase proferida muy tempranamente
como en su campaña presidencialista de 1990, por el propio Montesinos: “El
chino no es peruano y eso es peligroso” —que significaba un impedimento mayor incluso
para pasar la primera valla de depuración de los órganos electorales—, es lo
suficientemente explícita para tender un sesgo en cual dirigir la lectura.
Que
decir del currículo estremecedor del asesor, cuyos siniestros episodios ocurridos
en el interior de las FF.AA. y sus posteriores acciones como abogado, luego de
ser expulsado del ente castrense, eran abiertamente conocidos en los medios
periodísticos, pero pese a todo fue escogido por el propio ex presidente sin
que nadie se lo impusiera, menos, pudiera hacerlo desistir.
El
transfuguismo, ese otro cáncer que corroe a la política, que ambos, Fujimori y
Montesinos entrecomillaron con el signo de “$” —a partir de entonces sin poder
evitar que la nausea aflore en el sentido más sintomático del problema—, y que
muy curiosa y muy rastreramente algunos de sus escombros se han dado maña para
reinventarse y ser protagonistas y activos orientadores de tendencias de la
vida política actual en el país, serán —junto con las historias de las autoridades
de las principales instituciones del Estado, dadas en precio para una eficaz
perpetración de sus intenciones vedadas, como el fraude electoral que llevó a Fujimori
a su re-reelección en el año 2000—: el ágape de una lectura fascinante que de
seguro lo atrapará, tal y cual ese sentido cívico expatriado implora con los
dedos cruzados.
La Transición.
Un capítulo fundamental de la vida
institucional del país estará destinado a un acontecimiento que marcó un punto de inflexión en esa suerte de caída libre a la que había sido arrojada como un lastre
nuestra democracia, y que estaba predestinada a prolongarse más allá la
década de los 90s en nuestra nación, tras
la fraudulenta re-reelección de Alberto Fujimori: La Transición. Demasiada
corta quizá para ser impresa como
hito trascendental en el imago de las gentes, pero inmensamente ilustrativa
como avatar de la historia destinada a parar en seco tendencias licenciosas y a
torcer trayectorias perversas, y un complemento fundamental en esta que sin temor
a equivocarnos denominamos: “La era de la corrupción en el país”.
Para muchos, la transición pudo haberse
extendido todo lo que sus facultades y su carácter previsor le permitían como
ente restaurador tras el caos incurrido en el Estado con la caída y fuga de su
principal perpetrador, Alberto Fujimori, sin embargo—y eso pinta de cuerpo
entero a sus protagonistas—, duró lo que tenía que durar, con un Valentín
Paniagua en la cúspide de su testimonio cívico haciendo uso de sus tres
instrumentos básicos, muy personales:
su ser profeso, su ser depurador y el escarmentador, que por algún breve
momento persistió con la fuerza que debió persistir durante el quinquenio de
Alejandro Toledo, pero Toledo, con todo el mérito que se le puede atribuir respecto
de aquella fundamental “Marcha de los cuatro suyos” —esencial en la
recuperación de la democracia—, lamentablemente no puede bajo ningún punto de vista ser comparado con Paniagua, y lentamente
como la flora se marchita ante la
ausencia del agua, dejó que la primavera pase muy rápidamente permitiendo que un verano atroz echara raíces y se
asentara con toda su fuerza y devastación. El resultado. Dar lugar a que se
partiera en dos una unidad que si bien no podía perdurar como tal dada la diversidad
ideológica de su conformación —y de sus
matices de convicción y consideración moral diversos—, el hecho que no
fuera ni siquiera un quiebre de tipo ideológico sino el de la resurrección
temprana de las huestes corruptas —las que mostrando su verdadero rostro los unos,
o recuperando muy rápida y muy fácilmente los espacios perdidos, los otros,
dieran lugar a ese eterno imperio del “mal menor” en el que nos debatimos,
llenándonos de desesperanza; dejándonos seducir por ideas otrora impensadas
como sociedad, de permisividad y de tolerancia con el acto corrupto—: pintan de
cuerpo entero a quien debió ser llamado digno sucesor de aquel Valentín
perpetuo.
García: el tomo segundo
Muy bien sembrada y muy bien cosechada en
todas las instituciones tutelares de la justicia peruana; en las sedes políticas y
en la propia sociedad y su supuesta
‘barricada’ de libre expresión —sus medios de comunicación—, grados más, grados
menos, y salvo las honrosas excepciones que siempre es nuestro deber aludir, en
una época donde el lavado de activos se ha convertido en una suerte de
tendencia ‘chic’ de la modernidad, gracias a las instancias a las que fuimos
empinados, llevados de las narices por los políticos de turno y sus escuálidas nociones
de confraternidad, expiación y clemencia, de un estado de reinado ya total del
narcotráfico: el segundo gobierno de Alan García pasará a la historia como el
quinquenio en el cual se domesticó y
afianzó el pensamiento corrupto en la sociedad. Su mérito principal: no
necesitar de una Fuerza Armada —ni entera, ni partida en dos como aquel astuto
ardid con el que amparó sus fechorías su ahora hombre estela a seguir, Alberto
Fujimori—, para hacerse de lugares esenciales en especial en las instituciones
de justicia en el país. Su finalidad: ahora lo comprobamos en carne propia. Jueces,
fiscales y constitucionalistas que lo libran en un tris de sus cuantiosos procesos, ya ni siquiera en
los juzgados donde se supone un inocente demuestra su condición y luego demanda
al calumniador, sino apenas desde la tan
fundamental investigación. Un tan
castrante como ignominioso no a la
justicia con el cual el ex presidente García ha desautorizado
todo derecho de la sociedad de
investigar al sospechoso.
Entonces comprendemos la razón del
entramado; de ese laborioso trabajo de ‘prevención’ lento y premeditado que hoy abriga con descaro su pretendida
impunidad, pues uno no teje una chompa para tenerla en exhibición en la
sala. Como no podía ser de otra forma, los tentáculos y emanaciones del legado
fujimorista, gracias a esa tenebrosa sociedad con el ‘garciismo’ —otrora negada—, hoy se sienten con intensidad o no, según el grado de
desmanche que ellos consideran haber alcanzado en la memoria de las gentes, cada
vez que sus huestes ensayan una nueva farsa, o una prosopopeya mediática de fin
de año con la finalidad de sacar al líder de ambos de la cárcel. Prendas
percudidas, olores distanciados entre la mugre y el detergente, en cuya
lavandería, todos fuimos —y lo somos todavía—, en cierta medida, los encargados
de enjuagarles la estima, las honras y hasta las conciencias, si alguna vez las
tuvieran. Farsas, olvidos, en donde el cinismo es acaso lo más genuino
perdurado intacto.
Si hubiera una sola frase
con que lacrar los efectos de su desastrosa gestión —en especial en lo moral—,
sería aquella que muchos se lo refregamos con la debida anticipación y aún lo
hacemos:
¡Que hacías tú, mientras a otros nos preocupaba el rápido avance del
narcotráfico en el Perú!
Sus
resultados nos dan hoy la razón. Primeros productores de hoja de coca, primeros
productores de cocaína; primeros exportadores de cocaína, y grandes índices —si
no también los primeros—, de lavado de activos y de corrupción producto del reinado de
esa lacra. Todo en su gestión. Y como esperar lo contrario, con tantos
narcotraficantes sueltos—muchos de ellos cabecillas de mafias internacionales—,
gracias a su gracia y sentido de ‘benevolencia’ mal engendrada.
Álvarez y Orellana: la nueva generación
Para
finalizar esta breve introducción, de todas las
épocas que marcaron el rumbo de nuestra historia, hasta hoy determinada por
situaciones político-sociales que delimitaron nuestra evolución como sociedad,
bien podemos afirmar, por el énfasis y la magnitud delictiva que nos
demostraron podía cometerse sin necesidad de un golpe de Estado, tal y cual
estábamos acostumbrados —así como por una a todas luces tendencia social establecida adonde lo corrupto comienza
a dejar de ser un obstáculo, una lacra que carcome—: que la era corrupta del
país, como corriente, se inicia con el ascenso al poder de Alberto Fujimori
Inomoto, para luego de un breve declive,
ser retomado paulatinamente y volver a rebozar de vitalidad en el mandato de
Alan García Pérez, extendiéndose como una epidemia en las regiones y en los
gobiernos locales, periodo en el cual no solo miembros connotados de su
partido —en el sentido más tradicionalista del término—, están hoy procesados, sino que
algunas de las mafias que hoy llenan los titulares de la prensa, como los casos
del ex presidente regional de Ancash, César Álvarez y del abogado Rodolfo Orellana, lograron
fortalecerse, algunas de ellas irónicamente habiendo postulado —carnet incluido—,
a cargos políticos en representación del partido de la estrella en las contiendas
municipales del 2006, tal es el caso de los ahora encarcelados Orellana Rengifo
y el malogrado policía, Benedicto Jiménez (Alcalde).
Los casos César Álvarez y Orellana, no son más que consecuencia de la
virulenta impunidad que se vive en los predios de la justicia hoy en día
gracias a esos dos portentosos legados de peso. Los jueces ya no tienen
vergüenza de jactarse de tal o cual línea ideológica, si así puede llamarse a
esta comunidad de defensa y auto protección que trata de establecer zonas
liberadas en las instituciones de cuyos
estribos tomarse en los momentos de inestabilidad y amenaza. Los fiscales, por otro lado, gracias a ese desgobierno total de la justicia en sus propios predios
administrativos, pueden con todo desparpajo elegir a dedo a quien mas le
acomode como el sucesor adecuado que perdure los modus operandi y sobre todo
resguarde las emanaciones imposibles de ventilar que subyacen a sus provechosas estancias, algo que a estas alturas,
y ante una amenaza total del narcotráfico como ente regulador del sistema de
recaudación política y social, ya amerita una reforma profunda del sistema
judicial. Ahora que todavía podemos
decir que nuestra sociedad no ha tocado los niveles de otros pueblos hermanos que no logran salir de esa espiral de
violencia a la que han sido empujados producto de la permisibilidad y la
tolerancia del acto corrupto en fusión con la lacra que carcome este siglo: el narcotráfico... continuará
Escribe: Pedigrí
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